El humo flébil de sus labios se fugaba entre la niebla densa, siendo arrastrado por algún aliento etéreo, estableciendo, por breves instantes, criaturas de oblicuos contornos que se desdibujaban al tacto y que, no sin cierta nigromancia, parecían adueñarse de la famélica composición de espectros heráldicos. Sumergido en sus cogitaciones, no reparó en el sortilegio dueño de su miedo primitivo. Había estado allí con anterioridad, en esa lúgubre tierra colmada de sonoridades inaudibles donde la reminiscencia acribillaba el sol magnánimo entre un hilo de nubes negras. Pluvioso era el día del retorno y tan cercano el ayer. A lo lejos, las garzas centinelas, las danzantes mariposas áureas, la frágil vírgula azulina extendida a lo largo de los volcanes inequívocos que se alzan como gigantes vetustos, la casa de infancia encubierta en una maleza recóndita en donde moraba una mujer de ojos morenos y cándidos con aquel fulgor bienquisto, propio de quien apenas descubre el mundo. No hubo quien no mencionara su similitud inerte con los santos seráficos de la diminuta iglesia sombría y gélida. A pesar del perverso pelotón de la existencia, la mujer conservaba el donaire de su juventud con esos luceros tiernos que irradiaban un brillo prodigioso. Le dio la bienvenida con frases clericales y rosario en mano, ataviada entre tantos vocablos de gratitud. Hijo –musitó dócilmente mientras empapaba su rostro con diminutos cristales derretidos–.

Su madre lo reconoció de inmediato, pues su dejadez no ahuyentaba ese hálito atemporal y quizá un poco inverosímil, que hacía impreciso el pensar que Octavio Augusto Elizondo no era un retrato trasunto del niño lozano que alguna vez fue. Probablemente lo más cambiante en él fuese la barba insurgente que sobresalía del contorno de sus facciones, un follaje infinito y espeso, constancia de su desgracia y penumbra. Hacía mucho que esa transgresión lo perseguía, lo embestía en la madrugada mancillándolo de omisión, cogiéndolo desprevenido en esas horas de alucinación cuando la tierra parece crujir y el mundo de las sombras se apodera de las alcobas. Entonces, aún delirando, se precipitaba a la biblioteca de su padre, despavorido, sudando gélidamente. Aquel suplicio matinal se daba por terminado al tropezar sus trémulos dedos con algún soneto trasnochado que conocía de memoria y entonces entraba en un estado de demencia donde el dulce cántico de los versos se entremezclaba con el clamor de los engendros que velaban su sueño.

Todo olía a ayer, los lirios púrpuras, la tierra mojada, el viento helado… El retorno a aquella tierra no hacía más que atormentarle su ya mortecina alma. Su madre, ante un profundo escarmiento, se retrajo al preguntarle el porqué de su fuga suicida, al rememorar sus últimas palabras: «Madre, yo, yo siempre he estado muerto», al recordar aquel suplicio en su rostro esotérico. Ella naturalmente era incapaz de comprender el origen de su tránsito momentáneo en el mundo de los vivos. Quizá fuera esa la razón por la que se refugió en el edén de sus antepasados, en búsqueda de una redención divina quebrantada ante la impía sustancia humana. A pesar de no obtener el indulto de su dios, se convirtió en un hombre, un hombre ermitaño y tan poco terrenal que en ocasiones resultaba siendo un forastero residente de una órbita limítrofe.

En el vestíbulo descansó sus bártulos de marinero acongojado por un sentir abstracto y taciturno. Sus memorias se acumulaban entre la vasta vegetación de su mente, el tiempo transcurría sosegado, interrumpido entre los folios prehistóricos infestados de polillas y mugre por su abyecto destierro. Una libélula cadavérica reposaba de manera insólita en recipiente de vidrio. Recordó entonces su extravagancia de recolectar especímenes minúsculos que merodeaban por los alrededores del lago, su fascinación por resguardar esa exorbitante magnificencia por siempre enclaustrada en un cristal, inmune a la muerte misma. Solía encerrase en su diminuto laboratorio de alquimia improvisado a disecar aquellas mariposas índicas, de una gallardía encubierta, imperceptible a simple vista. Recogía también, bajo el sol de marzo, aquellos inverosímiles escarabajos verdinegros que él aseguraba que provenían de otro planeta, tan distinto al nuestro. Quedó asombrado al observar que todas aquellas criaturas exóticas desafiaban las leyes de la naturaleza al exhibir, aún, aquellos pigmentos recios como si de alguna forma excepcional viviesen en sus moradas diáfanas hasta la eternidad.

Por puro deseo de evocación, se calzó el uniforme anacrónico de caza y partió a donde el agua gélida perfumaba las rocas lisas. Una mariposa escarlata aleteaba sutilmente, al verla, preparó su artimaña tal como hacía siempre. La siguió entre un camino lleno de espinos y ceibas inmensas cuyas copas tocaban el cielo. Así atravesó kilómetros, imperturbable ante su macabro deseo de apropiarse de su divinidad perpetuamente. De pronto, el sol se escondía, emitiendo esas pinceladas abstractas, anunciando el comienzo de las tinieblas. La alevilla carmesí se detuvo frente a él, falleciendo ante los últimos estragos lumínicos. Sus alas eran pétalos marchitos, llevados por el viento noctámbulo. Entonces lloró su cobardía ante la muerte, lloró ante el pecado que corría entre sus venas, lloró ante su humanidad inherente. Descansó su alma en la luna, les musitó sus penas a los árboles y cerró los ojos. El cosmos se aquieta. Su penumbra se oculta. Obtiene el perdón de su dios.

Imagen tomada de: http://piedradecarretera.blogspot.com/2010/08/vanidad-de-vanidades.html

Autora

Sabrina Cabrera

Mi nombre es Sabrina Cabrera. Desde pequeña he vivido ensimismada en los textos de algún libro, absorta en el estudio de sus distintas peculiaridades. Para mí, estos han sido como una especie vestíbulo anómalo donde puedo escuchar la voz entrecortada de personajes, donde el paisaje obtiene cualidades mágicas y cada sensación resulta insólita, donde mis recuerdos se entrelazan de manera bizarra con múltiples historias, panoramas, personajes… Deseo entregarles las llaves de este vestíbulo que en ocasiones parece oculto y monótono, pero que ─una vez descubierto─ resulta repleto de fragmentos ilustres y eternos.

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