De pronto, allí estaba el convento, con sus largas y frías paredes de barro. Esteban se hallaba a mi lado, con sus brazos grandes y fornidos; al verlo en pleno florecimiento de su juventud, no pude sino sentirme como polvo que regresa a la tierra. Los terremotos de cuarenta lluvias atrás habían partido el débil puente del pasado. La estructura residía ahora en mil pedazos. Y el ayer estaba muerto entre enredaderas verdes y mustias.

M’ijo, mire, —le dije retomando la compostura— acá fue donde crecí. Esteban vio en mis ojos ancianos las primeras lágrimas que habría de ver en toda su vida. Si cerraba los ojos podía verlo, escucharlo, degustarlo. El olor a leche quemada mezclada con incienso y alcanfor, el pálido estruendo de una fuente lejana y en el centro de todo: el llanto de aquella a quien llamábamos la hermana loca.

Sor Teresa, con su rostro penitente y agrio, solía darnos pellizcos con tan solo mencionar su nombre. Éramos, entonces, un grupo de niños huérfanos, nacidos del pecado y, por lo tanto, escoria de la sociedad. Sor Teresa solía recordárnoslo con gran diligencia. Si queríamos pan en la boca, debíamos permanecer callados.

Nadie hablaba sobre la hermana loca. Ni siquiera cuando se escuchaban sus alaridos por el pasillo, fuertes y agonizantes con una furia que jamás olvidaré. Nadie.

Su celda, la número 17, ubicada en un decrépito pasillo, permanecía cerrada. Pronto corrió el rumor de que se trataba de una aparecida. La hermana Carmen solía alimentar nuestras fantasías. Con una mirada tétrica y perversa, nos describía el espectro, agregándole cada noche algún otro elemento siniestro que hacía a nuestros pueriles cuerpos temblar de pánico. Las noches las pasábamos en vela, buscando tontamente en nuestra mugrienta piel residuos de sus temibles colmillos. Y cuando soñábamos, soñábamos con sus cuernos de carnero y aquella risa macabra.

Todo aquel ambiente sobrenatural fue suficiente para entretener a un grupo de niños hastiados e ignorantes un invierno entero. Recuerdo los rituales que habíamos inventado. Los juegos de rayuela frente a su puerta, la colocación de obsequios en busca de redención, los dibujos tallados en las rocas…

Ante la falta de nuevos hallazgos y el retorno del verano, los niños de la pandilla reubicaron sus energías hacia cuestiones mundanas. Les aburrían nuestros rituales; las historias de la hermana Carmen les resultaban demasiado predecibles. Aquello era cosa del pasado.

Pero yo fui incapaz de olvidarla. De noche, soñaba solo con ella, imaginaba sus manos huesudas sujetándome del cuello. Y esos ojos pálidos veían algo invisible.

No recuerdo cuándo fue. Había despertado cubierto de sudor y con el corazón insomne. Cabellos largos y desordenados titilaban frente a la puerta de mi habitación invitándome a seguirlos. Como en un sueño, los perseguí, descalzo entre las gélidas rocas. Su maniática risa era transmitida por los techos abovedados.

Entonces la vi. Carecía de cuernos de carnero y de colmillos. Solo conservaba las huesudas y pálidas manos de mis sueños. Me sujetó fuertemente del cuello y juré morir de la misma manera que había muerto todas aquellas noches…

—¿Qué edad tienes? —dijo como en un suspiro.

—¡Diez! ¡Diez años! ¡Los he contado!

Repentinamente, me soltó y comenzó a retorcerse en el suelo como en una terrible congoja. Las lágrimas empapaban su camisón.

—¡Pedro! —decía como repitiendo un rezo— ¡Pedro!

Melancólica, comenzó a ver algo más allá de mis pupilas. «Tu padre es un hombre malo, Pedro. Me ha separado de mis hijos y me ha hecho pudrirme en esta sucia celda. No nos quiere, Pedro. Hombres como tu padre no miran más allá de sus propias narices. Es por eso que necesito que escapes de este maldito lugar y le exijas lo que me prometió alguna vez. Y luego, regresa por tus hermanos, Pedro. Morirán de hambre aquí».

En sus alargadas manos me extendió unas llaves oxidadas, una bolsa mugrienta que consistía en su pequeña fortuna y un pendiente con un hombre cuyas facciones me resultaban irreconocibles. Esa fue la última vez que la vi. No recuerdo mi vida después. Cuando gasté los escasos céntimos que me fueron otorgados, comencé a lustrar zapatos en el parque. En las noches lluviosas me refugiaba pensando en mi supuesta familia y, como un mero espectador de una obra teatral, los imaginaba morir, olvidados y entristecidos…

Pero jamás volví. Jamás le exigí nada a nadie. El nombre de Pedro fue enterrado en fosas sin marcar en donde descansan para siempre unos niños, mis hermanos. La figura de mi madre grita y susurra por los pasillos: «¡Pedro! ¡Pedro!» Sin nadie que responda a sus quejidos.

Sin embargo, el puente de ayer está destruido. Sus voces son sordas a mis oídos.

De mi chaquetilla, extraigo el pendiente con el retrato de mi padre vestido con el hábito de obispo y los aires de grandeza. Me entra una terrible agonía y deseo haber muerto con el resto de cadáveres que yo mismo ejecuté con mi traición.

Esteban sostiene mi brazo, incapaz de comprender lo que se avecina por mi corazón. Y al acariciar la tierra, la familia que olvidé, pero quienes no me olvidaron, creo escuchar a lo lejos a mi madre cantar una vieja canción de cuna. Quizá por fin era libre. Quizá alcanzó la redención que nunca tuvo en vida. Pero eso jamás lo sabré.

Imagen tomada de: https://the-inmost-1ight.tumblr.com/post/180307665971/still-ending-and-beginning-still-2013-caryn

Autora

Sabrina Cabrera

Mi nombre es Sabrina Cabrera. Desde pequeña he vivido ensimismada en los textos de algún libro, absorta en el estudio de sus distintas peculiaridades. Para mí, estos han sido como una especie vestíbulo anómalo donde puedo escuchar la voz entrecortada de personajes, donde el paisaje obtiene cualidades mágicas y cada sensación resulta insólita, donde mis recuerdos se entrelazan de manera bizarra con múltiples historias, panoramas, personajes… Deseo entregarles las llaves de este vestíbulo que en ocasiones parece oculto y monótono, pero que ─una vez descubierto─ resulta repleto de fragmentos ilustres y eternos.

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