Me asfixio. Puedo sentir cada una de mis venas hervir de sangre. Mis piernas cuelgan y tambalean, en una danza estéril. De mi boca retumba un sonido espeso, que apenas logra llegar a convertirse en palabras distantes y quebradas. Sé dónde estoy. Reconozco la antecámara como la palma de mi mano. He estado aquí muchas veces en el pasado. Su recuerdo me invade y me llena el vientre de un parásito frío e incorpóreo.

La figura ha regresado. Busca asesinarme, cumple con una vendetta cuyas razones desconozco. Sospecho que se burla de mi ineptitud, de mi naturaleza pusilánime, mientras me ahorca con sus dedos tristes. Sé que quiere arrastrarme a morir junto a ella en la densa niebla, la parte más profunda del laberinto. Sin embargo, yo me niego a morir, su frívola presencia me aterra.

Los ojos se me nublan. De pronto, respiro. Algo salvaje corre por mis venas. Parece como si de pronto me alejara de mi cuerpo, los sucesos transcurren como una serie de fotografías por mi mente. Recuerdo clavarle los colmillos en el brazo, mientras un débil río escarlata resbalaba por su piel, frío y viscoso. Imagino su rostro sin facciones estremecerse y gemir de dolor, como un animal con una bala incrustada en las costillas.

El sonido de cristales reventados inunda mi piel, la llena de cicatrices. Me ha lanzado con una fuerza inhumana sobre lo que parece ser un espejo. Su figura es invisible para mí, pero esbozo un dibujo de su silueta esperándome en las sombras. Puedo oler su ira a lo lejos.

No recuerdo cuándo comenzaron. Las pesadillas, digo. Parecen siempre haber existido. El laberinto, la figura… la figura, sin nombre, sin rostro. Una extraña criatura que inútilmente me busca en sueños, siempre en búsqueda de algo impreciso.

Suelo imaginar mi cadáver sepultado para siempre bajo las sábanas, con los primeros rayos de sol manchando el rostro, la visión es tan fugaz. Un presagio. Un mensaje de ultratumba. Una torpe profecía. Esta noche moriré, de alguna bizarra manera lo sé.

Quejidos. Y luego silencio, solo silencio. La figura parece haber caído grácilmente sobre el suelo. Las manos me tiemblan, las manos ensangrentadas de una asesina. Al observarme en reflejo del espejo roto, me noto irreconocible. Mis ojos brillan como dos negras perlas. Ojos vacíos y gélidos.

Detrás de mí, descansa una mujer de cabellos ondulados, con un fragmento de cristal ensartado en el pecho. Recuerdo esa nariz corta y respingada, ese conjunto de lunares alineados en el cuello, ¿quién era si no yo misma la que se encontraba muerta en ese suelo?

Despierto. Noto unos endebles rayos de luz atravesar mi por mi ventana. Solo fue un sueño, me consuelo. Me despabila un recio olor agrio y áspero que inunda mi garganta. De pronto, lo veo, las sábanas están teñidas de un líquido marrón. Un dolor punzante recorre mi cuerpo como un relámpago. Y en mi torso descansa un fragmento de cristal, el arma homicida; la misma que encontré sobre mi cadáver, posicionada sutilmente como un ángel caído, como un mártir sufriente …

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Autora

Sabrina Cabrera

Mi nombre es Sabrina Cabrera. Desde pequeña he vivido ensimismada en los textos de algún libro, absorta en el estudio de sus distintas peculiaridades. Para mí, estos han sido como una especie vestíbulo anómalo donde puedo escuchar la voz entrecortada de personajes, donde el paisaje obtiene cualidades mágicas y cada sensación resulta insólita, donde mis recuerdos se entrelazan de manera bizarra con múltiples historias, panoramas, personajes… Deseo entregarles las llaves de este vestíbulo que en ocasiones parece oculto y monótono, pero que ─una vez descubierto─ resulta repleto de fragmentos ilustres y eternos.

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