Desde que somos pequeños, nuestros papás siempre han buscado protegernos. Había muchas cosas que no entendíamos, pero ellos felizmente nos las explicaban. Sin embargo, había muchas otras dudas que se quedaban sin resolver. Varias veces no entendíamos qué pasaba a nuestro alrededor. Este fue mi caso una vez que salí con mi familia a la zona 10. Mi papá dejó el carro parqueado en la calle y se bajó a traer algo rápido, mientras los demás lo esperábamos en el carro. Yo de siete años estaba distraída con mi DS, cuando mi mamá encendió la alarma del carro y empezó a bocinar asustada. Mi papá regresó al carro y nos fuimos como si nada, pero yo nunca entendí el momento de locura de mi mamá. Hasta que años después, me contó que un ladrón se estaba acercando al carro a robarnos. No me dijeron nada en ese momento por el hábito que suelen tener los adultos de omitir la verdad, no solo para proteger a los niños sino para protegerse a ellos mismos.

Las razones por las que los adultos no les explican todo a los niños suelen ser las siguientes. Primero, y sobre todo, buscan proteger su inocencia y el mundo de fantasía que crea su cerebro. También los ven como criaturas frágiles incapaces de procesar y comprender lo que realmente está pasando. Por último, creo que a veces no explican lo incómodo, como una manera de ignorarlo ellos mismos y evitar el tema.

En el cuento «Mañana Nunca lo hablamos» de Eduardo Halfon, se pueden ver claramente las consecuencias de cuando los adultos omiten la verdad. Nuestro narrador, que es el mismo autor de pequeño, presencia un conflicto violento frente a su colegio, pero realmente él no comprende bien qué está ocurriendo. Él está despreocupado hasta que se va dando cuenta de la tensión y la forma rara en la que le hablaban sus papás, la nueva seguridad que implementan y no poder caminar en la calle solo como solía hacerlo. Todo esto escala al igual que sus preguntas. El narrador comienza a cuestionarse todo a su alrededor y hasta sentirse frustrado y preocupado, debido a la falta de explicación por parte de sus padres. pero no obtiene ninguna explicación, más que una abrupta mudanza a Miami. «¿Qué es un guerrillero?», «¿por qué son malos?», «¿cuándo regresaremos de Miami?». Estas eran las preguntas que giraban en su cabeza. De un día a otro, los papás vendieron su casa sin previo aviso y sus cosas poco a poco fueron desapareciendo, sin una razón concreta de por qué. ¿Hasta dónde la protección se empieza a convertir en una amenaza? La falta de comunicación sin duda puede ser perjudicial.

En el cuento, podemos ver también las diferentes perspectivas de los niños que la de los adultos. Los adultos tienen muy claro quiénes son los «malos», que les puede ocurrir algo peligroso en cualquier segundo y son más serios. Conocen la muerte y la violencia. Mientras que los niños son ingenuos e inocentes y aun así llegan, tal vez, a una conclusión más inteligente, todos son iguales. Nuestro narrador de diez años lo dice, los guerrilleros eran indígenas, pero al final los militares también. No comprendía cuál era la diferencia y eso tal vez nos dice más que un simple «ellos son los buenos y aquellos los malos». Otro aspecto que contrasta a los niños de los adultos es su sencillez y esperanza, esto se evidencia cuando el amigo del narrador, Oscar, le pregunta si se puede quedar con su bicicleta, ya que el narrador se va a Miami. Oscar no se preocupó mucho por la incertidumbre de si volvería a ver a su amigo o no, porque los niños confían ciegamente en que todo va a mejorar.

Por todo esto, esconder la verdad de los niños es complicado. Está bien querer proteger esa esperanza, inocencia e imaginación, pero a cierto nivel. Cuando el silencio está siendo más dañino que la ruptura de un poco de esa inocencia, es hora de explicar los hechos. Como nuestro narrador lo dice al final del cuento, no dejemos que ese mañana en el que hablaremos nunca llegue.

Escucha el audiocuento «Mañana nunca lo hablamos» de Eduardo Halfon:

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