Aún no extravío aquel escarmiento frenético. Era yo todavía una chiquilla insensata y torpe, entre sus manos flacuchas y pálidas, absteniendo mis lágrimas atávicas, ensimismadas, negándome a respirar su aroma a piélago y tempestad. Era un despropósito decir adiós en un funesto desenlace, no ahora, con los estragos premonitorios del azar. Su parsimonia impía, el agravio de incertidumbre de que lo hubiera sido, pero no fue, hacían rugir mi irascible y enfermiza alma en un espejismo desnaturalizado. Acabó por marcharse como un espectro misántropo en aquel crepúsculo de pesadilla un tal jueves de enero de un año abstractamente anónimo en mi memoria envejecida. Contra mi afán de preterición, su remembranza me acechaba perpetuamente como un engendro siniestro en la penumbra de mi habitación, hasta que llegó una época en la que se tumbaba junto a mí en las horas insomnes de las mañanas de ofuscación y en instantes fugaces juraba rozar su piel inmaterial, afirmaba percibir los residuos del salitre en su complexión anacrónica de navegante, coexistiendo, por muchas temporadas, bajo alguna máscara trivial en el escondrijo terco de mi designio. Paradójicamente, fue en aquellos espacios infaustos en donde más lo adoré, en una silueta ambigua y cadavérica de un recuerdo idolatrado. Era mi llanto y mi alborozo, era mi entelequia y mi aseveración, lo era todo y no era nada. Su personaje se distorsionaba entre crónicas bifurcadas y desoladas, habitaba en diferentes contornos y recubrimientos, siendo un ser camaleónico sin justificación apodíctica. En cuanto a mí, abandoné el hambre de buscar la realidad anómala y me dejé llevar por mi pasión hacia un espécimen intangible y ficticio, reviviendo todas las escorias impuras con las que ultrajó mi alma. Su desdén hacia lo transitorio, su seducción por la muerte irrefutable, su palabrerío platónico, sus maniobras pueriles…

Y veneré cada falsedad con un aprecio límpido y fecundo, en un acto de contrición, sin negar mi amor tan contrariado por aquel hombre tan míseramente arrebatador. Lo examinaba sin hallarlo y él me descubría sin inspeccionarme de antemano. Empapaba su fragancia marina en la brisa, embadurnaba las paredes con su voz, entonando en susurros: «Escúchame niña, entra en razón. Está amaneciendo y no puedo llevarte conmigo». Yo, una pupila de nuevo, le manifesté con una rabieta fútil que si partía me ahogaría en un letargo perenne del cual ni la misma muerte podía redimirme. Él no escuchó mis lamentos entrecortados y húmedos, apenas me dirigió la mirada frívola con cierto desprecio, sellando la antecámara frente al patio de narcisos, ahora desierto. Enumeré las huellas de su fantasma fatídico, esbozadas en la nevisca inmunda del pavimento, cada una mutilando mi enclenque torso. Entonces aguardé en postración hasta que el hielo caló mis huesos, congeló mis sollozos y no experimenté nada, solo la blancura asaz de la oquedad. Creyendo estérilmente que vendría, que me eludiría de este invierno con sus palmas cálidas, gratas. Me dejé morir como le prometí, hasta que los astros me advirtieron de su infamia y retorno sin saber por qué. ¡Cuánto quería no equivocarle con la tormenta, cuánto deseaba percibir de nuevo la melodía sus pasos acercándose, cuánto suspiraba por trazar de nuevo el plano de su cuerpo! Pero el eclipse de su oscurantismo me nublaba los sentidos y me sentía ingenua e insignificante entre sus brazos remotos, mientras la sátira y el oprobio de su fraudulento apego me aprisionaban en su inclemencia.

Incongruentemente naufragaba siempre en mi precariedad, evocando en el alba gris una ficción entreverada entre millones de reminiscencias extraídas de pliegos vetustos y novelescos. Recordaba, un tanto erróneamente, haberme sumergido junto a él entre el mar y la espuma, mientras la luna, irreductible, percibía nuestros cuerpos imberbes amarse en un instante impoluto. Naturalmente, esta memoria inaudita no era más que un ensueño incumplido, cándido, elaborado por suspiros y melancolía. Pese a mi fanatismo ilusorio, ahora todo está desolado. He desdeñado sus rasgos flotantes, el bigote lacio, los ojos argénteos y la mirada náutica, apenas reconozco su aroma oceánico entre la brisa. Y lo idolatro inútilmente esta noche en la que los astros dormitan en su lecho, mientras preparo mi vestido profanado y mugriento, cubierto de polillas que danzan lánguidas a un ritmo inventado. Me engalano de novia con capullos putrefactos, con un velo harapiento.

De pronto distingo sus pasos intrusos, la exquisita cadencia de sus botas. Los efluvios acuáticos unidos con una sudoración opípara impregnaban mis sentidos. Deambulo hipnotizada hacia sus brazos clandestinos entre la nebulosidad, guiándome por sus cometas. Entonces lo veo, es una visión nítida. Ha adquirido una presencia benigna, entre la espesa barba revestida de caracolas. De sus ojos traslúcidos emanan gotas de lluvia, que reflejan a lo lejos aquella luna vigilante, testigo de nuestro fatídico anhelo. Era un joven envejecido por el encarnizamiento de esta vida. Sollozaba en distintos idiomas y en ocasiones juré haberlo escuchado lamentarse con la sonoridad del ir y venir de las olas. Rocé su rostro con piedad más que con amor. Musitó sutilmente: «Déjame permanecer contigo, ahora que el final parece tan ineludible, déjame descansar junto a ti, cuando ya todo lo he perdido». Sosiego. Los primeros rayos de la madrugada caen sobre nuestros hombros. Las estrellas despiertan de su somnolencia. La luna permanece inmóvil. «Escúchame» –le susurro– «Entra en razón, está amaneciendo y no puedo llevarte conmigo».

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Autora

Sabrina Cabrera

Mi nombre es Sabrina Cabrera. Desde pequeña he vivido ensimismada en los textos de algún libro, absorta en el estudio de sus distintas peculiaridades. Para mí, estos han sido como una especie vestíbulo anómalo donde puedo escuchar la voz entrecortada de personajes, donde el paisaje obtiene cualidades mágicas y cada sensación resulta insólita, donde mis recuerdos se entrelazan de manera bizarra con múltiples historias, panoramas, personajes… Deseo entregarles las llaves de este vestíbulo que en ocasiones parece oculto y monótono, pero que ─una vez descubierto─ resulta repleto de fragmentos ilustres y eternos.

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