Estimado lector:

En esta obra, la autora desea indagar acerca de los espejismos de lo que denominamos amor y cómo sus estragos retornan en la forma de una memoria ilusoria que jamás fue vivida; un embuste de nuestro propio corazón.

Desamparada, aguardaba en una roca misántropa, un desenlace foráneo. Su padre, azarado de un augurio calamitoso, dictaminó por dejarla vulnerable a la preterición de la designación de un ruin oráculo. Su débil cuerpo compulso cedía su alma a la muerte, quien vendría vilmente a cumplir la imputación de los dioses. El silencio circunspecto y lánguido la asfixiaba en el mar negro de la incertidumbre. De pronto, percibió el viento de Céfiro elevándola sutilmente por los aires de aquella noche. Sus delicados tobillos convulsos se soslayaron del descalabro y un sentir de esperanza remota le perfumó los pulmones. La brisa custodia la recostó sobre un hierbazal, aquietando sus ojos dormidos. La visión de un palacio célico con cimientos de oro, la consternó. Sus pies desvestidos avanzaron con pericia hacia sus puertas de cristal. Un vocablo etéreo la encauzó hacia el lecho de su esposo ulterior. Analizó con osadía el oscurantismo del aposento matrimonial, envuelto en sigilo. Rozó con turbación la silueta de su esposo enmascarada entre la nebulosidad de la duda. Palpó su piel sedosa y exquisita, saboreó sus labios frutales, cepilló con sus dedos su cabello ensortijado y fino. No le pareció un incógnito al tacto, sus caricias no eran ajenas. Sus efluvios primorosos y voz magnánima, benévola. Al cuestionarla acerca de su identidad, la sombra le murmuró al oído que dicha incógnita le sería imposible responder, pero que no precisaba saberlo si le amaba. Así, los amantes clandestinos se idolatraron en la opacidad de las tinieblas, siendo compañeros extraños bajo la tenue luz de algún astro apartado.

Ahora eran cómplices en su pecado y en su sigilo, pues aquella silueta negruzca solo la visitaba en un acto veloz de intimidad, esfumándose inconmovible a sus versos trasnochados. A pesar de su inconsistencia, acabó por amar una efigie de una memoria inverosímil, esbozada al amanecer, cuando revoloteaba tan lejos de ella. Era este trazo ilusorio, el que guardaba refugio cuando el sol le recordaba de la realidad infundada de un querer ataviado. La cegaban sus agasajos, sus vocablos argénteos y cálidos, su felicidad obtusa y titubeante. Enlazados entre las sábanas, la turbulencia se consumaba entre sus corazones palpitando, lunáticos y humanos. Él la abrigaba con sus manos tiernas, la protegía de lo leonino con su vigor erudito. Al dilatarse las noches, cubría su cuerpo enamorado de sollozos, pues lo amaba tanto que su éxodo crepuscular la envolvía en una melancolía exasperante.

Pronto notó que estaba encinta y el desasosiego la hizo adentrarse más en sus cogitaciones. ¿Cómo su hijo sería instruido por un fantasma, un ser forastero de la luz? Un instinto de madre reinó por encima de los estragos de su pasión rozagante y la hizo objetar sobre el porvenir. En una nebulosa madrugada, mientras su esposo pernoctaba, se acercó a él con una lámpara. Ya no distinguió la piel lisa y delicada, ni el cabello crespo y ondulado. No distinguió tampoco los labios primaverales. Al aproximarse más, notó un engendro perverso de fanales escarlata, con escamas hirsutas e inhumanas, con garras afiladas, con colmillos pérfidos y asesinos. Aterrada, trastabilló con la lámpara quemando al monstruo. Por unos pocos instantes pudo ver reflejado un averno de pesadilla en lo carmesí de sus pupilas, luego tan solo un fuego infernal y a la lejanía sus alas macabras extendiéndose y obstruyendo aquel planeta que había sido solo suyo.

Cayó en la erubescencia de la calumnia de un amor que nunca le había pertenecido. Había amado una mera visión abstracta e invisible a sus ojos. Había amado una remembranza, una caricia, una palabra predilecta saliendo de unos labios anónimos. Era su esposo un ser inverosímil, solo existente en recuerdos insomnes. Lo había pintado transfigurado con los ideales de su mente. Se daba cuenta ahora tan tarde, que, bajo los primeros rayos de luz, no era más que un ser grotesco y el fúlgido producto de sus quimeras. Solo permanecían las escorias de una falacia. Sin embargo, el rastro de su amor fatal aún la invadía, en la forma de un vástago entre sus entrañas.

Autora

Sabrina Cabrera

Mi nombre es Sabrina Cabrera. Desde pequeña he vivido ensimismada en los textos de algún libro, absorta en el estudio de sus distintas peculiaridades. Para mí, estos han sido como una especie vestíbulo anómalo donde puedo escuchar la voz entrecortada de personajes, donde el paisaje obtiene cualidades mágicas y cada sensación resulta insólita, donde mis recuerdos se entrelazan de manera bizarra con múltiples historias, panoramas, personajes… Deseo entregarles las llaves de este vestíbulo que en ocasiones parece oculto y monótono, pero que ─una vez descubierto─ resulta repleto de fragmentos ilustres y eternos.

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