La encontró colgando la ropa en el jardín de jacarandas, con el sol de junio atravesando sus hermosas piernas que se reflejaban con delicadeza bajo su vestido blanco. Reconoció de inmediato esos muslos bronceados y esa gracia en sus movimientos, el baile diario de su cuerpo. Por un momento retornó a una imagen cegadora que lo situaba en tiempos remotos. El cielo era el más brillante que jamás había evocado. Se aproximó con pasos trémulos, colándose entre las orquídeas empapadas de un rocío mañanero que les daba el aspecto de ser de cristal. Una amapola escarlata reposaba entrelazada en sus cabellos inacabables y contempló su entonces serena figura, incipiente y pensativa. Se encontraba rodeada de miles de mariposas índigas que revoloteaban alrededor su torso, sin embargo, ella aparentaba no darse cuenta, absorta en su trabajo mundano. Fue en aquel momento, extasiado por su retrato inverosímil, que rozó accidentalmente una sábana bordada de engendros quiméricos, haciendo que ella advirtiera su presencia. Durante segundos que semejaron años, se vieron directamente a los ojos y observó sus luceros escarlatas. Un sentimiento de delirio desbordó sus entrañas. Aquella peripecia de amor acabaría por cambiar el rumbo de su destino, más en esos días que desconocía su decrepitud futura.

Cuando la visión milenaria se desvaneció, reparó en el destierro de las orquídeas, la desaparición de las mariposas y la falta de amapola en su melena cobriza, ahora a la altura de los hombros. De su rostro se había disipado la ignorancia de la juventud y poseía un aire de adultez. Procuró no tropezar con la manta confeccionada con seres bizarros para evitar colisionar con la realidad. No obstante, ella ya no era igual de inconsciente, sabía perfectamente que estaba allí, pues había memorizado sus pasos, su aroma a tierra mojada. En otros tiempos habría corrido hasta sus brazos, pero ya era demasiado tarde, estaba cansada del silencio. Vete –susurró sin mirarlo–. Él lloró, al principio apaciblemente y luego tormentosamente, reparando que era la primera vez que sus ojos se humedecían. Por favor, he venido desde muy lejos… –suplicó. Ella no contestó. No quería verlo, no después de tanto. Desesperado, sujetó su mano, trató de besarla, trató de imaginar que era inmune al paso del tiempo. En ese momento ella destapó una herida en su pecho y la señaló para que él la examinara. Él no podía entender qué quería decir y simplemente sucumbió al llanto, sintiéndose terriblemente culpable. Ella retiró suavemente sus extremidades agonizantes y cerró la puerta.

Pasó los días cálidos y los días fríos, las noches de estrellas y las noches sin luna, pasó la esperanza y la desesperación en el jardín de jacarandas, en el edén infinito que había idealizado toda su vida. Continuaba sin respuesta. Cuentan que cuando uno de sus familiares lo buscó el verano siguiente, lo halló convertido en un anciano, con la barba descuidada, llena de insectos, repleto de barro y excremento, aún llorando en un huerto ajeno. Lo llevó de nuevo a su casa y lo sentó en su silla de comarca, donde se pudrió en vida sin decir una sola palabra. Ocupaba sus míseras tardes en escuchar una canción de otros tiempos en un tocadiscos igual de deteriorado que él y se lamentaba suspiro tras suspiro. Así pasaron los años, todos se olvidaron de la existencia de Lorenzo y Mercedes, pues parecían espectros primitivos, trasnochados. Las eras cambiaban frente a sus ojos, escondidos en su burbuja de un mundo difunto. En ocasiones se les vio disfrutar de su encierro, aunque en otras los transformaba en lunáticos que les reclamaban su dolor a las paredes. No volvieron a verse en años, pero se pensaron desde el alba hasta la penumbra, con el vago, inútil deseo de correr en la medianoche a sus puertas gritando perdón.

Muchísimas centurias después, una noche igual de relampagueante que la que Lorenzo evocó hacía tanto verano, un incendio arrasó con el domicilio abandonado de Mercedes. Nadie se alarmó. Afirmaban que hacía mucho que la cabaña estaba deshabitada, algunos decían que Mercedes había muerto de una enfermedad del querer desde que Lorenzo partió del pueblo, otros que falleció bailando romanzas en su dormitorio. Ninguno tuvo duda alguna de su defunción, excepto Lorenzo. El anciano se precipitó hacia la casa en llamas, sintiéndose adolescente de nuevo, clamando su nombre, tal como había anhelado en su melancolía. Sus parientes, quienes ya lo creían demente, dejaron que entrara, no por falta de cariño, sino por falta de recuerdos de él. Lorenzo se adentró entre el humo y las cenizas. La llamó, exclamando su amor por ella con sus últimos respiros. Acabó con hollín en los pulmones, desplomándose en medio de las jacarandas ardiendo. Ella apareció frente a él con su vestido blanco de seda exenta de combustión, más bella que nunca. No mostraba rastros de sufrimiento, al contrario, se le veía gloriosa, maestra de sus penas. Despertó con sus delicados brazos acariciándolo, quitándole el carbón de los labios. Le dio el beso negado de aquella mañana y le dejó un cofre de madera. Adiós –murmuró. La observó partir entre las llamas, con su vestido blanco centellando, igual de joven que su fotografía mental, rodeada de mariposas, convirtiéndose en fuego.

Descubrieron al viejo pereciendo en medio del fogarón y se preguntaron el origen de sus quejidos arbitrarios. Volvieron a llevárselo a su casa, a dejarlo en la misma silla, como si fuera un objeto decorativo. Cuando su amargura se esclareció, recordó el cofre. Dentro se encontraba un corazón aún palpitando. Recordó el corte en su piel, que fue incapaz de comprender, y supo que era su corazón, doliente, loco de amor.

Autora

Sabrina Cabrera

Mi nombre es Sabrina Cabrera. Desde pequeña he vivido ensimismada en los textos de algún libro, absorta en el estudio de sus distintas peculiaridades. Para mí, estos han sido como una especie vestíbulo anómalo donde puedo escuchar la voz entrecortada de personajes, donde el paisaje obtiene cualidades mágicas y cada sensación resulta insólita, donde mis recuerdos se entrelazan de manera bizarra con múltiples historias, panoramas, personajes… Deseo entregarles las llaves de este vestíbulo que en ocasiones parece oculto y monótono, pero que ─una vez descubierto─ resulta repleto de fragmentos ilustres y eternos.