En la íntegra orfandad de su alma, los indicios de sus estragos se esfumaban entre la nevisca y el carbón. Extraviada en su ofuscación, su morada le supuso insignificante, pues al borde de la locura no existían sensatez humana ni agravio póstumo. La escarcha y el olvido desnaturalizaban su rostro y las lágrimas viejas y secas manchaban su piel. En medio de su delirio, transcribió su autorretrato en las paredes gélidas, les musitó versos a los cuervos y recitó altiva una plegaria ancestral en busca de clemencia. La afonía se intercalaba con el estruendo de aquellas antes que ella y se entremezclaba moldeando un mismo ser y una única voz, suplicante, atávica, exasperada. Observó a las remotas residentes con sus coronas de lirios, danzando sosegadas sin golpes, sin cadenas; mujeres libres, musas de su pesadumbre. Ellas le encomendaron el orden de los astros, el peregrinaje de las aves, el vigor de la naturaleza, el origen de las galaxias; le concedieron pergaminos y folios prohibidos. Sus brazos trémulos navegaban los textos negados mientras colmaba su respiro de conocimiento, ensimismada en cada palabra inimitable. Degustaba de su perdición con la certidumbre de que la muerte acechaba su paso. Sin embargo, poco temía a la máscara siniestra de los ignorantes, ahora empapada en su aciago final. Dejó de culparse por su diligencia, por su ultraje en una multitud llena de sombras irascibles y torcidas, pues una mujer abandonada tan solo busca su salvación entre el polvo y lo marchito de otra vida. Así se armó de nuevo, se colocó su armadura de cristal. Fugitiva, se vistió de rojo, de sangre, protestó hasta desfallecer en sigilos, en poemas. Llegando la mañana predilecta, aceptó su defunción sin hacer preguntas, cansada en su rebelión empobrecida. El despropósito de su subversión la dogmatizó con un sentir de supervivencia de digna de un hidalgo. Se entregaría a las fauces de la mantícora no con lágrimas ni añoranzas, sino con la cabeza erguida a los cielos y la mente repleta de historias y verdades.

Encerrada en el calabozo eclipsado de una torre gris, inhalaba sus últimos momentos. Y en esos instantes fugaces, comprendió la sujeción que la ataba a un futuro incierto, la injusticia incomunicada premonitoria del azar. Se comparó como un retoño fecundo junto a la ciénaga, siempre propenso a su erradicación a manos de algún ser perverso. Sollozó por todos aquellos retoños perdidos, asesinados en una batalla que no les pertenecía. Exclamó sus nombres uno por uno y la rebozaron de fuerza inerte. Cerraron sus oídos a las burlas, a la sátira, a la humillación. Le recordaron su entereza, su osadía frente al homicida, la exculparon de su remordimiento ilícito. Besaron con templanza su frente y lavaron de su piel el ayer, retiraron la escarcha de su cuerpo gélido y peinaron tiernamente su cabello. Era hora.

Los pasos metálicos de los guardias resonaron en la prisión decadente. Cabizbajos, la encontraron irradiando una delicadeza esotérica y creyeron haberla confundido con una doncella. Sujetaron sus brazos con suspicacia con el temor de que se desplomara, pues aparentaba estar hecha niebla. Todos veían su fotografía blanquecina como una estrella cadavérica aproximarse con parsimonia entre la multitud de espectadores desconcertados, cubiertos de hielo y mugre. Intercambió una mirada extraviada con algunos y estos decían haber visto la luna escondida entre sus ojos, inocuos, trasnochados, mientras ella numeraba sus últimos pasos hasta la ruptura de su tregua efímera con la muerte, quien la esperaba solitaria en un rincón con su hacha de sueños quebrantados. Justo allí, todas las mujeres escucharon sus infidencias, se acercaron a ver su peregrinaje con espanto, aceptando que esta reverberación mundana no aclamaba sus quimeras ni sus ideales y que su felicidad íntegra estaba destinada a un reino utópico en medio del vasto océano; vivir era una encrucijada de supervivencia. Y enmudecieron su abatimiento, se pintaron el alma de negro, al verla como una alegoría de la soledad, como el lóbrego fin de una cruzada corrompida. Aquella que rivalice su callar con protestas circunspectas será la burla, el vivo ejemplo de la mezquindad, un ser infame y ruin; mientras, la que decide olvidar su tormento se asfixiará en su mar lentamente, presa de su conformidad, de su sumisión ante la tortuosa cuenta de los días.

Féminas, suspiraban desde sus ventanas, abatidas, rendidas ante el paño negro del desenlace, al verla despojarse de lo exiguo que alguna vez le perteneció, desnuda, empobrecida. Entre la melancolía y la degradación, en el teatro de su psique se presentó la obra exquisita de un recuerdo distante, casi omitido: su madre le enseñaba secretos de alquimia. Magia y realidad se combinaban en una curación misteriosa con la que había emancipado a todo aquel que le solicitara consuelo en su saber, ese saber tan amenazador que acabaría haciéndola renunciar a su jaula humana. Su madre le había advertido: no todos comprenderían sus capacidades, su sabiduría, porque en los ojos de ellos una mujer está limitada a ser tan solo cónyuge, a tan solo concebir individuos, cuando se trata de un mero reflejo tergiversado, una faceta, un retrato sin terminar. Ella había decidido ignorar esta verdad, tan contrariada; imaginó la existencia de un amanecer fulminante en un horizonte distinto, a la lejanía.

Segundos eternos fueron seguidos por estrépito arbitrario de la muerte, terminado por la rabieta de los cuervos declamando estrofas, escoltando a su cuerpo escarlata. Pronto, la plaza quedó desierta. Algunos insurgentes osaban a darle un veloz examen a aquel monumento de causas perdidas, quedando horrorizados ante la fragilidad de los confines de su existir. Y en medio de aquella barricada homicida, sublevada, una niña mísera y desvalida caminó hacia sus restos abriéndose paso entre el lodazal y los cuervos; coronándola de lirios silvestres.

Autora

Sabrina Cabrera

Mi nombre es Sabrina Cabrera. Desde pequeña he vivido ensimismada en los textos de algún libro, absorta en el estudio de sus distintas peculiaridades. Para mí, estos han sido como una especie vestíbulo anómalo donde puedo escuchar la voz entrecortada de personajes, donde el paisaje obtiene cualidades mágicas y cada sensación resulta insólita, donde mis recuerdos se entrelazan de manera bizarra con múltiples historias, panoramas, personajes… Deseo entregarles las llaves de este vestíbulo que en ocasiones parece oculto y monótono, pero que ─una vez descubierto─ resulta repleto de fragmentos ilustres y eternos.

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