El hombre yacía quieto en la playa. No conocía más mundo que la isla, o quizá sí, pero lo había olvidado por completo después de la tormenta. Sus pensamientos eran blandos y desabridos y se pasaba el día imaginando que era rey, duque y plebeyo, imaginando que era el mejor de todos los hombres, que era uno de esos que se vuelven leyendas y se alaban como si fueran dioses. Sus únicos amigos eran las estrellas, el mar y la luna, quienes le susurraban melodías de tiempos ancestrales, en las noches donde el silencio se alzaba como un monstruo gigante sobre su mente. El cielo, eterno, era el único recordatorio de su vida pasada y le recordaba cada mañana el paso inerte del tiempo. La playa blanca y suave lo había visto crecer y las palmeras le habían dado abrigo en las tormentas.

A pesar de aquello, el hombre se preguntaba: ¿qué habrá después de aquel horizonte prolongado? Esta pregunta lo hacía reflexionar y en cierta forma lo entristecía. Había en su mente algunos rastros de recuerdos, pero la mayoría no eran más que cenizas sin forma ni contexto alguno. Su favorito, quizá, era el de aquella mañana de lluvia. Recordaba el sonido sublime de la lluvia ligera rozando los árboles y el sol esconderse frente a sus ojos…

Pero luego no había más que vacío y memorias muertas por la batalla del tiempo. A veces, cuando la nostalgia solía nublarle la mente, el hombre se dedicaba a dibujar, con el ojo de un artista, sus historias en la arena. Pero luego el viento las desdibujaba y desaparecían, pues no eran más que polvo. El hombre, entonces, discutía con el mar y las estrellas, pero ellas le decían que nada puede resistir a los inclementes pasos del tiempo.

Así pasaban los días del hombre en su soledad, eran lentos y repetitivos. Pero jamás imaginaría que su vida se enfrentaría una situación tan caótica como la del aquel vil septiembre, en la que su memoria vendría a buscarlo y a atormentarle el sueño.

Sucedió aquella bizarra mañana, recordaría. Un objeto se movía en la orilla, pero era algo que jamás había visto. No era un animal, no, no lo era. Era algo distinto, tampoco era una planta. Era de extraña consistencia. Era transparente y se movía con un ritmo casi armónico entre las olas. El hombre se armó de valor y sujetó el objeto entre sus manos. Temblaba ante lo incierto, ante lo desconocido. Era una especie de recipiente y dentro había una clase de hoja con unos símbolos inentendibles. Para el hombre, aquel mensaje en una botella había significado su primer contacto con el mundo, con la realidad, pues todos aquellos años había vivido en la fantasía de un mundo solo existente en su mente. Contempló la hoja hasta el atardecer. No sabía qué hacer, pues no comprendía los singulares símbolos. Quiso pensar que no había más hombres que él, pues nadie, bajo ningún concepto, podía igualarse a él, así que descartó la teoría de que el autor de aquel extraño artefacto podía ser alguien semejante a él. No descartó, sin embargo, que el autor pudiera ser la luna o el sol, o quizá los peces que habitaban el profundo océano.

Así pasaron semanas en las cuales el hombre estudió el contenido de la misteriosa carta, a veces creía entenderla; otras, no hacía más que garabatear los símbolos en la arena con la vaga esperanza de poder comprenderlos. Pero, cada día, el mensaje oculto se volvía más confuso y distante, como si proviniera de otro planeta. Le preguntó a la luna acerca del contenido, pero esta con un susurro le dijo que no comprendía dicho anagrama. Entrevistó a cada uno de los peces del mar, pero estos de le dijeron tímidamente que desconocían la naturaleza de la carta. Interrogó cuidadosamente al sol, el cual se negó indignado, ocultándose en el mar. Cansado, les exclamó a las estrellas por respuestas, pero ellas callaron, asustadas por el arrebato repentino del hombre.

Fue como si todas las desventuras de su vida se acumularan en su quebradiza existencia. De pronto, no pudo respirar o quizá por una cuestión segundos se olvidó de cómo hacerlo. Se sumió en una agonía terrible porque su mundo, el mundo en el que había vivido, no era más que una mentira, una utopía, una creación propia. La realidad era otra, una que desconocía. Se tiró a la arena en la obscuridad de la noche, dejando que las olas le acariciaran suavemente los pies, mientras sostenía fuertemente en sus manos la hoja de papel, como si su vida dependiera de ella. Las estrellas se compadecieron y le leyeron el contenido de la carta, aún un poco asustadas.

El hombre permanecía en silencio y por unos minutos todo el mundo estuvo quieto y solemne ante sus latidos, que se volvían más lentos y menos frecuentes. Comprendió casi en seguida el complejo significado de la vida. No necesitaba nada más, se sentía en un estado de calma profunda y escéptica, libre de toda emoción. Ahora lo había vivido todo, lo había sentido todo, lo conocía todo.  Así que cerró los ojos y se dejó llevar por el ritmo virtuoso de la marea. La muerte lo sujetó, pero no tuvo miedo. Dejó que su cuerpo fuera derrumbado por el vasto océano, mientras su alma escapaba libre. Todas las memorias regresaron a él y supo quién era, reconoció a su madre, a su padre, a su hermana. Un brillante tesoro regresó a él: rememoró la tarde que su padre lo llevó a conocer el mar. Se sintió disoluto de su cárcel terrenal y mundana y navegó muy lejos…

Les he preguntado en ocasiones a las estrellas acerca del contenido de aquella carta, pero aún continúo sin respuestas. Creo que ellas también desconocen del todo su significado, pues se encuentra más allá de los límites de nuestra torpe existencia y de nuestra retraída realidad.

Autora

Sabrina Cabrera

Mi nombre es Sabrina Cabrera. Desde pequeña he vivido ensimismada en los textos de algún libro, absorta en el estudio de sus distintas peculiaridades. Para mí, estos han sido como una especie vestíbulo anómalo donde puedo escuchar la voz entrecortada de personajes, donde el paisaje obtiene cualidades mágicas y cada sensación resulta insólita, donde mis recuerdos se entrelazan de manera bizarra con múltiples historias, panoramas, personajes… Deseo entregarles las llaves de este vestíbulo que en ocasiones parece oculto y monótono, pero que ─una vez descubierto─ resulta repleto de fragmentos ilustres y eternos.

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