Era una noche estrellada y lóbrega. Las calles estaban cubiertas de rastros del aguacero y olor a tierra mojada mezclada con aroma a sueños rotos. No había nadie en aquel paisaje nocturno, excepto nuestro protagonista, cuyo nombre todos habíamos olvidado. Conocía su condición al pasearse por aquellas avenidas, cruzándose con toda clase de rostros y facciones. Observaba en sus ojos un vacío abismal: no lo veían, parecían inmunes a sus palabras, a su existencia. A veces creía que no vivía, que su figura era una mera ilusión imperceptible. Sin embargo, residía en este mundo terrenal, por razones misteriosas e inexplicables, como un huraño solitario y amargado.

Caminaba solo, imaginándole finales inéditos a su historia. No tenía un hogar, era vagabundo en este universo forastero. Habían pasado minutos, días, años, siglos… ¿Qué importaba ya? Estudiaba la índole enigmática de los humanos día a día. Contemplaba su vacío, su insignificancia. Guardaba sus sonrisas y sus inútiles esperanzas. Escribía su historia en su mente mientras las palabras resonaban en todos los confines de la tierra. Existía una hermosa musicalidad en su humanidad magistral. Son seres complejos, extraños, pensaba.

Una mañana del destino, la encontró. Estudió no solo su rostro, sino su mirada y su dulce voz. Ella era tan perfecta, como una pincelada de azul cielo. Resaltaba entre la multitud con su paso suave, elegante y ligero, flotando como un ángel. Su vista fija en el horizonte se veía reflejada en sus ojos grandes y almendrados. Su habla era una canción interrumpida entre sus delicados labios rosa. El cabello moreno y rizado se movía como las olas del mar y la tez, pálida, resplandecía como una perla, bajo los tenues rayos del sol. Creía ser capaz de escuchar el ritmo arrullador de su corazón. El tiempo se detuvo. Y la tuvo frente a él. Acarició su rostro de porcelana, advirtiendo ahora rastros infantiles y sinceros. Ella no se movió. Sostuvo su mano gélida, dándole calor. Aún no hubo respuesta.

La muchacha creyó que deliraba. Sentía algo, una presencia, pero era incapaz de notar nada. No, estaba seguramente demente. De igual forma, algo la acechaba, la perturbaba y le ponía los pelos de punta. Su respiración se volvió agitada y decidió irse. El hombre deslizó cuidosamente su mano y la dejó partir, viendo su vuelo fantástico evaporarse entre el gentío.

Desde ese día, su imagen lo escoltaba, como una aparición mística. Estaba extasiado con su infinita belleza. Entre su pecho palpaba un sentir de plenitud eterno. La amaba. Entre sus brazos, no era del todo intangible. Confundido, la buscó por años en un peregrinaje perenne. Su realidad se mezclaba con fantasía. El mundo entero dejó de importarle. Su vida era como una melodía sombría, en medio del caos. Cada respiro se lo dedicó, con inmensa admiración. Por años sobrevivió con una única pasión en su débil corazón, pero este moría con la carga de los días. Deseó morir, tirarse en el profundo océano sin ningún temor. Era después de todo, tan humano como todos, a pesar de su invisibilidad.

Reposó sobre el pasto, una tarde, cuando todos eran sordos a su clamor, ajenos a su imagen contorsionada. Sintió la soledad congelarle el alma, en aquella cárcel del silencio. ¿Por qué no veían que moría?

De pronto sintió una caricia sublime. Era ella. Irradiaba un brillo nuevo, su mirada ya no estaba perdida. Podía observarlo como a cualquier otro. Fue feliz, por primera vez. Ella lo quería. Sostuvo su mano, como lo había hecho hacía tantos años. Se deleitó con su presencia celestial, besó su tersa piel. La había extrañado como la noche extraña al sol. Su último respiro fue el más eterno y prodigioso. Llevaba una parte de ella dentro. Posteriormente se despidió.

Muchos dicen que fue tan solo una visión, que este último hecho es víctima del plagio y de la leyenda. Y quizá lo fuera. Probablemente nuestro personaje murió sin ser visto, sin ser querido, aunque dime, querido lector, ¿no es acaso, la vida misma un espejismo? ¿No son la realidad y la ficción dos partes de lo mismo?

Según recuerdo, aunque sea tan solo en mi fantasía, la mujer reconoció al hombre, un día cuya fecha se ha esfumado de mi memoria. Lo reconoció en el alba de una mañana predilecta. Distinguió su semblante de entre las sombras y supo por una corazonada que era él. Fue capaz de admirarlo, de retratarlo en una fotografía mental. No, no lo vio como un espectro, lo vio como el ser humano que era. Estaba tendido en el piso de su habitación. Lo acarició suavemente. Él abrió los ojos y calló. Besó sus delgados brazos, tomó su mano. Luego desapareció, el viento se lo llevó en el crepúsculo. Alcanzó a tocar diminutos fragmentos de polvo al escaparse de sus palmas. Comprendió que su cuerpo era inmaterial, pero se sintió dichosa de poder ver lo encubierto a los sentidos de los hombres. Otra parte de ella no paraba de preguntarse: ¿Habrá sido aquello solo un sueño?

Autora

Sabrina Cabrera

Mi nombre es Sabrina Cabrera. Desde pequeña he vivido ensimismada en los textos de algún libro, absorta en el estudio de sus distintas peculiaridades. Para mí, estos han sido como una especie vestíbulo anómalo donde puedo escuchar la voz entrecortada de personajes, donde el paisaje obtiene cualidades mágicas y cada sensación resulta insólita, donde mis recuerdos se entrelazan de manera bizarra con múltiples historias, panoramas, personajes… Deseo entregarles las llaves de este vestíbulo que en ocasiones parece oculto y monótono, pero que ─una vez descubierto─ resulta repleto de fragmentos ilustres y eternos.

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