Quienes fueron testigos de aquellos años remotos, aún recuerdan melancólicos al espectro que habitaba en la novena calle de la Colonia Mirador, justo al lado de la inmensa jacaranda que adornaba la calle con su alfombra morada. Corría la época lluviosa con sus paisajes nubosos y su aroma a tierra mojada. Doña Leonor Iturbide regresaba de su larga ronda en el hospital y con una maniobra casi mecánica preparó la cena de siempre: frijoles y plátanos. Llamó a su única hija y se sentó en la diminuta cocina, circunspecta. Al terminar de cenar y hablar de nimiedades, se retiró a su habitación, sin reconocer el terror que experimentaría. Al abrir los ojos en la madrugada, escuchó la suave y melódica voz del aguacero rozar su ventana y, conmovida, regresó a su eterno letargo. Fue entonces cuando escuchó un terrible llanto desconsolado, preocupada se dirigió hacia donde dormía su hija y, al encontrarla profundamente dormida, sintió un sudor frío bajarle por la espalda y el cuerpo comenzó a temblarle.

Siempre había sido bastante escéptica, nunca había creído en los aparecidos de los hablaban los ancianos a los niños pequeños para hacerlos comportarse bien. Con el paso de los años había adquirido cierto orgullo en su fe en la ciencia, en un país donde lo sobrenatural regía la vida diaria. Pero esto era distinto. El llanto continuaba y era acompañado por el terrible crujido de las puertas de madera. Sin poder conciliar el sueño y creyéndose loca, la sorprendió el alba. Aquel episodio había de repetirse las siguientes semanas. Hasta que doña Leonor, agotada por aquella maldición, habló con José Carlos Fuentes, su enamorado de toda la vida, en su habitual visita semanal, la cual se había vuelto una clase de ceremonia ordinaria, que perdía por completo aquel romanticismo de la primera vez. Al tocar la puerta con un ramo de rosas muertas y con su sombrero de pluma, se limitó a hacerlo pasar y de inmediato comenzó a contarle todos los sucesos de las últimas semanas. Él la escuchaba estoico, sin hacer ningún comentario.

—Creo que es mejor que vaya con el padre de la parroquia de allá de Santa Marta —dijo fríamente.

—¿Así que cree que es cierto? ¿No me estaré volviendo loca? —exclamó doña Leonor.

—No, en absoluto. Yo mismo le voy a hacer el favor de contactarlo.

Así todos los vecinos vieron entrar al sacerdote con fama de espantar a las almas en pena a la casa de doña Leonor y corrió el rumor de que un ánima rondaba por la colonia. Los niños dejaron de jugar frente a la jacaranda y se evitó salir de noche. Todos, menos Octavio Labandeira, quien, sordo a las habladurías de la gente, se enfocaba en un nuevo proyecto: la cacería de un escarabajo rinoceronte. Aquel estrafalario objetivo había consumido la mayoría de sus tardes, cuando no pasaba tiempo memorizando la melódica prosa de Góngora o Quevedo. Enjaulado en aquel mundo interior que había creado, apenas si notó el pánico que amenazaba la colonia, hasta que Fermina Arriaga tocó su puerta. Al abrir la puerta, pudo reconocer el aroma anacrónico a lilas silvestres y admiró sus ojos ocre titilar en el sol septembrino.

—Sé que no te gusta que te visiten, pero es que últimamente no he hecho más que pensar en ti y no puedo quedarme ni un día más sin que me declames uno de esos poemas barrocos que tanto me gustan… —dijo.

Fue aquella sin duda una peculiar declaración de amor, pero como quien sabe que la luna se oculta bajo el velo crepuscular de la noche, Octavio había aceptado su amor por Fermina desde la primera vez que la había visto caminar aquella tarde calurosa en el Centro.

Se sentaron en el jardín debajo de un árbol de nances. Fermina descansaba su rostro en el pecho de Octavio, mientras este le susurraba al oído «A un sueño». Comenzaron entonces a deslizarse lágrimas en el rostro de Fermina y juntos observaron el cielo de la tarde en un profundo sosiego.

—¿Sabes que mi madre se ha obsesionado con que un muerto deambula por la colonia y me ha hecho regresar antes que caiga el sol? —dijo Fermina, riendo.

—¿Ah, sí? —dijo Octavio sin darle mayor importancia.

—Sí, me dijo que tu vecina está siendo atormentada por un alma en pena y hasta llamaron al padre de la parroquia…

Fue solamente en ese instante cuando recordó al becerro que don Josué Reyes le había regalado inesperadamente con tal de no matarlo. Desde entonces, se había encargado de destrozar el jardín ante la falta de alimento y en las noches sus chillidos eran confundidos con aquellos de un ser espectral. Ante aquella histeria, Octavio se vio obligado a regalar a la oveja a un familiar finquero de su pueblo natal. Allí pasaría sus últimos días, sin nadie a quien alamar sobre algún indicio sobrenatural, excepto algunos pocos desafortunados que confundían sus aullidos con aquellos de la Llorona.

Autora

Sabrina Cabrera

Mi nombre es Sabrina Cabrera. Desde pequeña he vivido ensimismada en los textos de algún libro, absorta en el estudio de sus distintas peculiaridades. Para mí, estos han sido como una especie vestíbulo anómalo donde puedo escuchar la voz entrecortada de personajes, donde el paisaje obtiene cualidades mágicas y cada sensación resulta insólita, donde mis recuerdos se entrelazan de manera bizarra con múltiples historias, panoramas, personajes… Deseo entregarles las llaves de este vestíbulo que en ocasiones parece oculto y monótono, pero que ─una vez descubierto─ resulta repleto de fragmentos ilustres y eternos.

Artículos de la autora